Dame el tuyo, toma el mío
Gabriela Wiener
Esta noche me dispongo a ser infiel con permiso de
mi marido. La puerta del 6&9 es tan discreta que nos hemos pasado de largo
dos veces. Llevo encima un abrigo para camuflar mi look temerario y tres tragos
de cerveza. J lleva una barba de cuatro días: lo veo tan guapo y tan mío que no
puedo imaginar que en unos minutos se irá a la cama con alguien que no soy yo.
Hay que tocar el intercomunicador. Deben estar viéndonos por una cámara. Nos
abre un sujeto pigmeo y con cara de aburrido que dice que la entrada doble
cuesta treinta y cinco euros. Vengan por aquí. Toman la posta dos mujeres
atractivas, las relacionistas públicas (digamos lúbricas) del lugar. ¿Qué
queremos beber? Estamos ante una barra larga y desierta. Somos los primeros,
maldita sea. Son las once de la noche de un jueves en Barcelona. En el
televisor sobre la barra se ve una película porno en la que un camionero la
emprende contra una rubia quebradiza. ¿Es la primera vez? Sí. Vengan conmigo,
nos repite una de las anfitrionas de hoy, con acento sevillano. Es menuda,
lleva el cabello ondulado y unas botas hasta las rodillas parecidas a las mías.
No es una anfitriona más: es la dueña del 6&9. Conoció a su novio por
un aviso publicado en una revista swinger, se enamoraron y abrieron juntos este
local para intercambio de parejas que ya tiene más de cinco años.
Esta noche es una promesa intergeneracional,
multirracial y multiorgásmica. A diferencia de otro club como el Limousine, que
se repleta de adinerados sesentones cuesta abajo, el 6&9 es popular por su
buena disposición para recibir a jóvenes de clase media que todavía no veo por
ninguna parte. En mi encuesta previa lo habían calificado además de
«higiénico», un tema que yo había soslayado inicialmente por mi creencia de que
el sexo es sucio sólo si se hace bien, pero que terminó siendo un punto a favor
del 6&9 cuando decidimos venir. Seguimos a la anfitriona sevillana en un
recorrido relámpago que tiene por finalidad describirnos el lugar y explicarnos
las reglas del juego. Dejamos atrás el bar. Ésta es la sala del calentamiento,
dice ella: aquí podéis bailar una pieza o echar un vistazo a la porno mientras
bebéis algo. Bajamos las escaleras hacia un sótano que es la versión erótica de
la caverna de Platón o, a lo mejor, la cueva donde se divierte una pandilla de
antropófagos. A partir de aquí sólo se puede pasear como se vino al mundo. La
llave para los casilleros se pide en la barra y luego aparece el impresionante
escenario del escarceo: los treinta metros de cama en forma de ele que los
fines de semana hacen crujir hasta cincuenta parejas a la vez, pero que a esta
hora aún luce vacante. Justo enfrente, un dispensador de preservativos. A la
derecha de los camerinos, el jacuzzi, y más allá las duchas para parejas y el
cuarto oscuro, una especie de minidiscoteca nudista.
–Si no queréis nada con alguna persona basta con
tocarle el hombro.
Ésta es la contraseña del 6&9. Cada club
recomienda a los clientes una manera delicada de informar a los demás cuáles
son tus límites.
–¿Y para qué es esta habitación? –pregunto.
–Es la habitación de las orgías. Aquí vale todo.
No me froto las manos, no trago saliva. Sólo miro
de reojo a J con un signo de interrogación en la cabeza. Esto recién comienza.
Llevo aquí una hora y lo único que he intercambiado
son cigarrillos. Se supone que deberíamos intentar ligar con otros swingers
menos tímidos que nosotros, pero por ahora no atinamos más que a mirar. Me
había pasado toda la tarde preparándome como una novia para su boda y seguir al
pie de la letra las instrucciones del anuncio del 6&9: «Chicas, por favor,
con ropa sexy». Me ceñí una súper minifalda negra con pliegues, cortesía de mi
mejor amiga, una ex sadomasoquista. Me puse una blusa escotada del mismo color
y unas botas altas que hacían ver apetecibles mis muslos flacos. Opté por la
depilación total. Se la enseñé a J. Me dio la impresión de que al ver lo
explícito de mis argumentos, él recién se tomó en serio adónde íbamos y para
qué. La gente suele venir a un club swinger para no mentir. Había leído en la
web de la North American Swing Clubs Association (Nasca) que el propósito
swinger más elevado consiste en que, al relacionarte genitalmente con otras
parejas bajo la atenta mirada de tu consorte, evitas sucumbir al sexo
extramarital y al engaño. Según la misma asociación, más de la mitad de
matrimonios comunes practica la infidelidad secreta. Nada, entonces, como los
honestos swingers. Me intriga esta aventura conjunta, esta libertad sexual que
surge del consenso, este adulterio vigilado.
Nunca habíamos pisado un club como éste, pero a J y
a mí podrían considerarnos como una pareja liberal. Más por mí que por él. Me
explico: mi primera vez fue a los dieciséis años (nada raro). A la misma edad,
tuve mi primer trío (con un novio y una amiga) y mi primer trío con dos hombres
completamente extraños (y con aquel antiguo novio de testigo). No es ningún
récord, lo sé, pero es suficiente para que los liberales con membresía no me
miren tan por encima del hombro. Con cinco años juntos, J y yo contamos entre
nuestras experiencias liberales con un intercambio frustrado y varios tríos,
aunque siempre con una tercera mujer. En cuanto a los celos, tema superado para
los swingers, para mí siempre han tenido que ver con el amor o con la
fascinación. Si él se enamora de otra o se fascina por alguien, me pongo
celosa. Los celos para él pasan por el sexo: si otro hombre me toca, le rompe
la cara.
Antes de venir, J mostraba una buena actitud y
parecía tomar nuestra incursión swinger como una saludable aventura. Estaba
dispuesto a dar el gran paso, o sea, dejarme llegar todo lo lejos que me
propusiera, aunque prefería no decirlo con todas sus letras. Para mí, nuestro
swinger-viaje era más un ajuste de cuentas (ver tríos sólo con mujeres en el
párrafo anterior), pero a pesar de que confiaba en la buena fe de J, tenía
miedo de un arrepentimiento de último minuto. Nunca puedes estar seguro de cuán
liberal eres de verdad hasta que te encuentras al lado de parejas profesionales
de la libertad y el exceso. Según el decálogo swinger, los arrepentimientos a
medio camino se dan entre parejas inmaduras que no tienen la mente abierta ni los
sentimientos claros. Lo que es un insulto para una dupla que se precie de
moderna.
Estábamos tranquilos y esperanzados en poder
cumplir esta máxima swinger: una actitud liberal se basa en la confianza mutua
entre los miembros de la pareja. Un voto de confianza suficiente como para
prestar a tu esposo a tus amigas de una noche. Porque un buen swinger es
generoso con los compañeros liberales, pero sólo ama a la mano que le da de
comer. Se zurra en el noveno mandamiento, pero vuelve a dormir a su casa. Lleva
condones a las fiestas de fin de semana, pero permanece fiel todos los días de
su vida hasta que la muerte los separe. Siempre he creído en mi capacidad de
compartir y sobre todo en mi capacidad de usufructuar. Pero ahora, sentada en
esta barra del 6&9, empiezo a preocuparme. Todavía no hemos sido más que
tímidos voyeuristas. Veo al fondo del pasillo a un par de jóvenes con los que
haríamos buena pareja. Había leído que la mejor estrategia para ligar en estos
sitios es que las mujeres tomen la iniciativa. Al fin me decido. Cruzaré los
metros que nos separan y me presentaré diciendo alguna genialidad como: «Qué
tal, ¿por qué tan solitos?».
Por suerte llega nuestra anfitriona. Al notar
nuestras caras de perdedores se ofrece a conseguirnos una pareja. Hacer el
papel de celestina entre los swingers novatos está incluido en el servicio del
6&9. Miro hacia donde estaban mis primeros candidatos: se han ido. Muchas
parejas, antes de ir al punto, prefieren empezar bebiendo unas copas mientras
van descubriendo quién es quién. Es un signo más del refinamiento de estos
leales y nobles heterosexuales, además de divertidos. Pero aceptar la ayuda de
una celestina en minifalda no sólo sería grosero, sino también una prueba de
que nuestra timidez nos ha derrotado. Ya es la medianoche. Unas treinta parejas
se han acomodado en la sala de los ligues. Sólo los «martes y miércoles de
tríos» se permite que ingresen hombres solos. Ahora todos están tomados de las
manos en algún sofá, diciéndose secretos al oído. Las mujeres visten minifaldas
y los hombres, camisas bien planchadas y están bien afeitados. Casi no hay
grupos. A esta hora es evidente que algunos no sólo vienen a ligar, sino a
enrostrar su mercadería a los demás y también a montar su propia película
porno. Están las parejas retraídas y acobardadas, las escrupulosas que miran de
arriba abajo a cada tipa y tipo que atraviesa la puerta, y las libidinosas que
te desvisten con los ojos y te llevan mentalmente a la cama. Otras vienen
simplemente a mirar, quizá porque no les queda más alternativa. Hoy, está
claro, yo no sólo quiero mirar.
Hay quienes creen que los swingers están pasando de
moda en Europa y en Estados Unidos porque a la gente le gusta más comprar que
intercambiar. Prefieren gastarse el dinero de sus vacaciones haciendo turismo
sexual, dejarse de cortejos y rodeos y pagar por una prostituta o un prostituto
en lugar de ofrendar algo, digamos, tan tuyo. No recuerdo quién decía que el
sexo es una de las cosas más bonitas, naturales y gratificantes que uno puede
comprar. Los swingers podrían confundirse, así, con personas generosas y
desinteresadas que no compran ni venden nada. A mí nunca me gustó intercambiar:
siempre he tenido arrebatos de generosidad, egoísmos repentinos, ingratitudes y
pequeños robos. Esta noche me siento preparada para que me paguen con la misma
moneda. O con un poco menos. Porque la premura del intercambio no da tiempo
para mostrar tus garantías, y esta pretendida equidad swinger puede acabar en
injusticia. Miro a mi alrededor y sé que en este supermercado de cuerpos todos
corremos siempre el peligro de llevarnos gato por liebre.
Pero, por lo que veo, el intercambio sólo consiste
hasta ahora en altas dosis de caricias, exhibición y harto voyeurismo.
Demasiado entusiasmo y nada de acción. En verdad pocas veces se llega hasta el
final: digamos, a la cópula cruzada. Aun así, la transacción se pretende lo más
justa posible. Si esta noche alguien se me acerca con intenciones de prestarme
a su esposo, yo estaré obligada a prestarle el mío. Ni más ni menos. Pero la
utopía comunista de Marx no es posible en el 6&9. El trueque siempre es
engañoso: demasiado primitivo para nuestra mentalidad moderna. Nos sentimos
ridículos y eso que aún estamos vestidos. La mayoría empieza a ser
sospechosamente cariñosa con su pareja, salvo los de la mesa de al lado: un
cuarteto de intelectuales fashion que parecen haber llegado juntos y, a juzgar
por su conversación sobre el parlamento europeo, manejan bien la situación. Las
otras parejas estacionadas en la sala de los ligues seguimos incomunicadas,
mirándonos con el rabillo del ojo y preguntándonos si somos dignos de ellas o
si ellas son dignas de nosotros. Empiezo a tenerle miedo a esta entidad
abstracta llamada pareja swinger.
La tensión es tal que J y yo no tenemos ganas ni de
besarnos. El esnobismo de ser swinger me está matando. Quiero refugiarme en el
amor. Pero justo en medio de este trance existencial comienzan las olas
migratorias hacia la zona nudista, el territorio del trueque. J y yo
intercambiamos una última mirada cómplice antes de cometer el crimen. Bajamos a
toda velocidad las escaleras que conducen hacia los casilleros del sótano.
Vamos al encuentro de la terapia de choque. A juzgar por los vapores y los
gritos, Lucifer debe vivir en las profundidades del jacuzzi del 6&9.
Primera vacilación de la noche: quitarse la ropa en
medio de un iluminado pasillo, junto a dos «adultos mayores» mofletudos y en
pelotas. Los abuelos, sin embargo, ni nos miran, y sus cuerpos, que ya han
vivido el apogeo y la caída del imperio de los sentidos, desaparecen en la
oscuridad. Optamos por copiar a los conservadores y nos envolvemos con unas
toallas blancas. Todos nos miran. La gente tiene debilidad por las novedades.
Paseamos por el lugar. En la súper cama de treinta metros, unas diez parejas se
besan y acarician: algunas con sobrada calma y otras que parecen acercarse
ruidosamente al clímax. Me decepciona no encontrar sexo en grupo por ninguna
parte. Como recién llegados no podemos saber si los que ya están en la cama son
el producto de varios intercambios discretos. Quizá ninguna de las parejas que
se revuelcan en el lecho colectivo sea la original. Una breve ojeada alrededor
nos avisa que la diversión parece estar en una cueva contigua, aislada por unas
cortinas estampadas de penes azules. Ocho parejas en toallas bailan en la
penumbra mientras la temperatura sube sin control. Se entregan al juego, aunque
todavía no intercambian nada. Yo también me entrego.
Segunda vacilación de la noche: tener sexo delante
de tanta gente. Me pregunto si estoy lista. Pero mi impaciencia estalla y se me
despierta una especie de espíritu competitivo. Al ver que los demás se
manosean, decido desmarcarme y regalarle a J unos minutos de sexo oral casero y
devoto, escudada en la oscuridad, pero conciente del exhibicionismo de mi
arrebato. Los demás se acercan a mirarnos y siguen nuestro ejemplo. Siempre
quise ser una agitadora sexual y éste es sin duda mi cuarto de hora. J toma mi
iniciativa con gusto. Las toallas se deslizan a nuestros pies.
Esta bienvenida a Swingerlandia ha estado bien para
mí. Siento que he ganado algo de protagonismo y que el grupo se ha soltado
gracias a mi buena acción. O al menos es mi fantasía. Comienzo a vivirla: creo
que los compañeros han empezado a mirarme lujuriosamente. Creo que ha comenzado
a tocarme un pulpo precioso. Creo que estoy en los brazos de un sujeto calvo.
Su mujer se me planta al frente y empieza ese bailecito lésbico de videoclip
que tanto les gusta a los chicos. La sigo, qué más da. Es guapa y muy delgada,
suda y, para ser sinceros, tiene una cara de loca o de haberse metido éxtasis.
Yo ni siquiera estoy borracha. Todos nos tocan y nos empujan suavemente a una
contra la otra. La ola del deseo se propaga. ¿Pero quién es éste que no me
suelta las tetas? ¿Es otra vez el calvo o es otro? Imposible saberlo.
En un segundo busco a J y lo veo con la chica
éxtasis, también manoseando a su antojo. Siento un ligero escozor, pero nada
serio. Imagino que él debe estar igual o peor. Me alivia saber que también se
divierte y no se preocupa por mí, o al menos que lo finge muy bien. Sigo yendo
de mano en mano, descubro que me gusta sentirme así, que nadie sepa quién soy,
abandonarme a los caprichos de algo que está más allá de mi conciencia. Empiezo
un juego solitario que consiste en toquetear con insolencia a las parejas que
no se han integrado, lo que me hace saber que estoy excitadísima. Me miran mal
y casi me hacen despertar de mi fantasía. Quizá estoy violando una regla
swinger sin darme cuenta. No distingo entre los cuerpos anónimos a J. Me
angustio, me hago la idea de que lo he perdido, si no para siempre, al menos
por un buen rato. Pero entonces una mano penetra entre las ridículas cortinas y
me jala hacia afuera.
He hablado con más de media docena de parejas
swingers esta noche y todas defienden su opción como un antídoto contra el
virus de la infidelidad. Juran que es una novísima forma de sexualidad, capaz
de salvar matrimonios agónicos o al menos de estirarlos. Muchos no son otra
cosa que versiones recicladas de aquellos cornudos y cornudas voluntarios de la
década del setenta (o sus hijos) que consagraron el amor libre y el sexo
extramarital. Devotos de la consabida frase: «La fidelidad es el falso dios del
matrimonio». Creyentes de que su iconoclasta vida de pareja se enriquecerá
sacando una que otra vez los pies del plato. Swinger significa «algo que
oscila» y alude a esa facilidad humana para viajar de cama en cama. Define al
tipo de persona que renuncia a hacerse de la vista gorda, que reniega de la
doble moral y se atreve a actualizar sus máximos delirios con otras personas,
aunque dejando que el amor sea el único campo minado para los intrusos. Pero
esta regla también se viola a cada instante y algunos confiesan haberse
enganchado alguna vez con la pareja de otro e incluso haberse visto a
escondidas con ella. Hay casos graves de incumplimiento de contrato que se
convierten en matrimonios de cuatro.
Georges Bataille decía que es un error pensar que
el matrimonio poco tiene que ver con el erotismo sólo porque es el territorio
convencional de la sexualidad lícita. Lo prohibido excita más, eso se sabe,
pero los cuerpos tienden a comprenderse mejor a la larga: si la unión es
furtiva, el placer no puede organizarse y es esquivo. Imagino que los swingers
no le darían crédito al francés Bataille cuando además escribió: «El gusto por
el cambio es enfermizo y sólo conduce a la frustración renovada. El hábito
tiene el poder de profundizar lo que la impaciencia no reconoce». Para la
mentalidad swinger, un matrimonio es impensable sin fiestas, sin orgías, sin
una visita eventual a un club de intercambio. Yo imaginaba que éste sería un
templo de sofisticación y placer al estilo de Eyes Wide Shut, la última
película de Kubrick. Pero lo que ocurre dentro de un club swinger no se parece
tanto a esas escenas de glamour y lujuria que la gente suele imaginar desde
afuera. Para empezar, está lleno de panzones sudorosos y mujeres con siliconas.
Tampoco es esa utopía de la paridad que quieren vender los políticos swingers:
un mundo repleto de gente con fantasías para compartir y cuyo fin es reducir
los índices de divorcios. Lo que dicen las cifras es que los divorcios son más
comunes entre parejas liberales. ¿Y? A los swingers esto no parece importarles.
La mano que me jalaba era la de J, por cierto. Tras
la virulencia del cuarto oscuro, ahora lo sigo hasta la súper cama en forma de
ele. Queremos un momento de paz e intimidad. Comenzamos a acariciarnos, pero yo
estoy desconcentrada. J, en cambio, ya está encima de mí, muy dispuesto. Le
pregunto qué tal. Más o menos: no le gustó que la chica del éxtasis lo tocara
con modales de actriz porno. Me sorprende mi éxito, le digo un poco presumida,
y le susurro palabras al oído.
–¿Tuviste celos? ¿Tuviste ganas de matar?
–¿Tú qué crees? Me daban vértigos.
–Pero, ¿rico?
–…
–¿Rico verme con otro?
–No, francamente espantoso. Mejor si puedo evitarlo
el resto de mi vida.
Yo le diré lo de siempre: verlo con otra me excita
tanto como me duele. Hacemos el amor. Sin querer nos estamos comportando como
unos swingers: nos han estimulado extramaritalmente y procedemos a consumar el
sexo conyugalmente. De vez en cuando volteo a la derecha y a la izquierda,
atenta a nuestros compañeros de cama. A la derecha hay una pareja de chicos que
no llegan a los veinticinco años. Ella es tan morena que no parece de aquí. Él
le practica un sexo oral con evidentes muestras de torpeza. Ahora hacia la
izquierda: una pareja mayor, ambos muy gordos, me hace pensar en el peso de la
costumbre. Ella está encima y no pierde su ritmo eficaz hasta que se viene. No
sé si sentir pena o alegría por la evolución: a la larga llega el conocimiento,
el declive. Y ese gesto lúdico e intrascendente que anhela hacer renacer una
excitación ¿perdida? con experiencias nuevas es nuestra caricatura. Pero J
entra y sale con una especie de furia tardía, y entonces mis cavilaciones se
extinguen en un orgasmo larguísimo.
Entramos en receso, nos damos una ducha fría y
salimos hacia la calefacción. En la sala conocemos a una pareja muy simpática.
Él es transportista y ella, enfermera. J me dice que la mujer le recuerda a su
profesora de matemáticas. Tiene gafas y unas tetas enormes. Me parece una
bonita fantasía hacerlo con tu profe de mate. Ya dije que no soy celosa, aunque
su marido se parece al Hombre Galleta. Es casi enano, corpulento y tiene el rostro
rugoso. Ambos son dulces. Los cuatro nos hemos sumergido en el jacuzzi y la
estamos pasando bien.
Tercera vacilación de la noche: hacerlo con la
primera pareja poco atractiva que te dirige la palabra. Estamos ante un caso
muy común dentro de este mundillo: uno de los miembros de una pareja (J) se
interesa por un integrante de la otra pareja (profesora de matemática con
tetas), mientras el otro elemento (yo) sigue pensando en que mejor sería volver
a encontrar al calvo y a la loca del éxtasis y acabar lo empezado. En estos
casos es mejor abortar el plan, recomiendan los expertos: un club swinger
podría convertirse en el Club de la Pelea.
Ni lo sueñes, le digo a J cuando al fin nos
quedamos solos. La pareja se ha ido a bailar al cuarto oscuro, de seguro
creyendo que iríamos tras ellos. No me gusta el Hombre Galleta, el marido de la
profesora, qué puedo hacer, aunque me decepciona no ser tan democrática como
pensaba. Huimos de manera cobarde hacia la habitación de las orgías, un buen
lugar para esconderse. Siguiendo nuestro atrofiado instinto swinger, llegamos
por fin a lo que parece ser un intercambio de parejas con todas las de la ley.
Hay unos espejos frente a una cama más pequeña que la de afuera, y allí se
desparraman varios cuerpos jadeantes. En este punto sería muy complicado tratar
de saber de quién es qué. El eufemismo pareja ya no tiene ningún sentido. No
hay forma de individualizar, son una gran entidad: podría tratarse de
Lengualarga, esa diablesa hindú con vaginas en todas sus extremidades, que está
haciendo el amor con el nieto del dios Indra, aquel ser que tiene igual
cantidad de penes. Los gemidos nos dicen que hemos llegado tarde, pero igual
intentamos participar. Dos parejas muy hermosas parecen divertirse de lo lindo
muy cerca de nosotros.
Cuarta vacilación de la noche: quizá sea una orgía
privada a la que no estamos invitados. Una mujer que podríamos llamar la Yegua
–poseedora de una gran energía sexual según mi Kamasutra de bolsillo– está
masturbando a un tipo mientras otro la penetra. Ambos se detienen, tienen
fuerzas para levantarse de la cama y ponerla contra la pared. La acometida es
vibrante, hay un componente bestial en todo esto. La Yegua grita. Nosotros
somos mudos observadores de las maravillas de la naturaleza, pero sobre todo de
las maravillas de la cultura. Esta escena se trae abajo otro mito del mundillo
liberal swinger: el de la igualdad de oportunidades. Aquí, como en el mundo
real, sólo tienen éxito los que son hermosos y sensuales, los que van al
gimnasio y se operan. Los que no, tienen que resignarse al onanismo. La
competencia puede ser descarnadamente desleal.
Mira quiénes vienen por allá, me dice J. Vemos que
están entrando la profesora de matemáticas y su marido, el Hombre Galleta, y
rápidamente ocupan su lugar al lado de nosotros. Ella empieza a hacerle un
fellatio y, una vez que logra su objetivo, se inserta dentro de él bamboleando
sus supertetas y lo cabalga suavemente. J estira sus manos hacia los pechos de
su profesora, mientras yo le hago un nuevo sexo oral a él. El Hombre Galleta
hace uso de su derecho y estira sus manos hacia mí. Me coge los senos. Yo le
cojo los senos a su mujer. Todos le agarramos las tetas a la profe.
Deliberadamente monto al hombre dándole mi espalda y me quedo cara a cara con
la profesora, quien a su vez recibe los embates de J desde atrás. Para este
momento, el Hombre Galleta, con dos mujeres encima, ya me está masturbando con
sus dedos de conductor de autobuses hasta que me vengo. Soy la única que
alcanza un orgasmo. Me siento agradecida por tantas muestras de cariño
desinteresado. Luego J y yo nos alejamos de ellos sin despedirnos.
Han pasado ya varios días desde que perdí mi
virginidad swinger. Rebobino la película y vuelvo a viajar por un instante a
ese mundo de intercambios sexuales. Veo a los desposeídos del placer siendo
objeto de las multinacionales y sus tentáculos, pretendidos alquimistas del
sexo que convierten lo banal en oro, que ofrecen paraísos artificiales, falsas
fuentes de la eterna juventud y otros paliativos contra la infelicidad. Veo
matrimonios al borde de la debacle, mujeres frígidas, adultos mayores,
fármaco-dependientes, cocainómanos en última fase, buenos católicos, despojados
del Viagra, eyaculadores precoces, micropenes, dictadores, impotentes,
presidentes del mundo libre, clase trabajadora en general, swingers con los
días contados viviendo la extinción del deseo como un infernal viaje hacia la
desesperación.
Ésta es una noche de viernes en una Barcelona
asfixiada de calor y J duerme con el televisor encendido en un partido de
fútbol mientras yo escribo sin parar, tal vez esperando la llamada de mi amiga,
la ex sadomasoquista, sintiéndome de todo menos liberal. Me regalo el
privilegio de ver el mundo de los swingers y sus manjares desde la distancia:
no de una distancia orgullosa, pero sí a salvo, con la tranquilidad de quien se
sabe joven y amada, aunque sea con fecha de caducidad. No sé si era Aldous
Huxley quien decía que es un problema descubrir un placer realmente nuevo
porque siempre se quiere más. Cuando uno se lo permite en exceso se convierte
en lo contrario: cada placer aloja la misma dosis de dolor. Sé que fui liberal
alguna vez, pero sólo hasta que regresé del planeta de los swingers. He
traicionado el voto de confidencialidad de la mafia. La última regla para un
swinger es no revelar nunca lo que ocurre entre liberales del sexo. Quizá nunca
lo fui.
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