jueves, 18 de octubre de 2012

El luchador que enseñó a caer al Che Guevara

Foto: etiquetanegra.com.pe
Por: Martín Riepl

Nadie se detuvo a esperarlo cuando comenzó a jadear y tambalearse entre la hierba. Ernesto Guevara cargaba en su espalda una mochila con piedras y se aferraba a un palo de madera que en sus entrenamientos militares maniobraba como si fuese una ametralladora Johnson. Era una mañana de invierno de 1956 y faltaban unos meses para la ofensiva contra el ejército del dictador cubano Fulgencio Batista. La columna de hombres que caminaban sobre el Chiquihuite, un cerro al norte de Ciudad de México, se había adelantado unos metros sin advertir la respiración agitada de ese muchacho que años después se convertiría en el ícono del rebelde del siglo XX. El instructor del grupo de revolucionarios notó su ahogo y descendió a atenderlo. Su nombre era Arsacio Vanegas, pero en el mundo de la lucha libre mexicana le decían El Kid. «Mi tío se sorprendió de verlo con un inhalador en la mano —me cuenta Ángel Cedeño, su sobrino, a quien Vanegas detalló el episodio—. Le había ocultado a todos que tenía asma». Según su relato, el guerrillero le pidió a su entrenador que no le contara a nadie del incidente.

Más que el asma, le preocupaba ser excluido de la expedición revolucionaria. Guevara tenía entonces veintisiete años, se había graduado como médico en Argentina y había atravesado parte de Sudamérica en moto o haciendo autostop. Antes de llegar a México, había lavado platos en un restaurante de Miami y había convivido con unos leprosos en la Amazonía del Perú. Era más que un aventurero. «La anécdota del cerro con El Kid Vanegas tiene para mí una resonancia de verdad —me dice Jon Lee Anderson, biógrafo del Che—. Guevara sentía que su deber era participar de una gesta histórica, pero físicamente se sabía disminuido». Cuando Fidel Castro, un joven de casi treinta años, algo regordete y más alto que él, le propuso unirse como médico de sus guerrilleros, Ernesto Guevara aceptó sin consultarle a su esposa de entonces, Hilda Gadea. Pese al asma, «el argentino», como en esa época lo llamaban los cubanos con cierta desconfianza, se integró pronto a los entrenamientos. Después de años de vagar por el continente, había por fin encontrado la misión digna de su instinto de aventura y de compromiso social, y a un entrenador que lo prepararía para cumplirla. Fidel Castro puso a sus guerrilleros bajo la mirada de El Kid. El líder de la revolución cubana convirtió a Arsacio Vanegas en un espectacular actor de reparto de su propia biografía, en un héroe fugaz que hoy no aparece en los créditos rebeldes de la memoria popular. Hoy es un luchador olvidado, pero entonces tenía el poder de escoger a quienes podían ser protagonistas de esta empresa revolucionaria. Toda hazaña exige a una multitud de actores secundarios. Gente que la historia acaba por reducir sólo a una anécdota.

La mañana en la que el Che casi se ahoga intentando ascender esa colina, Vanegas era responsable de prepararlo para soportar la larga marcha de una guerra de guerrillas. El grupo se reunía antes de las ocho de la mañana en la colonia Lindavista, un barrio que se expandía sobre antiguos ranchos al norte de la ciudad de México. A falta de dinero para el autobús algunos militantes llegaban tras caminar varios kilómetros. Como si se tratara de una inofensiva excursión universitaria, El Kid Vanegas los guiaba hacia las montañas que se elevaban en las afueras de la ciudad. «Los hacía cargar piedras», me grita al oído Alfonso Ramírez, tratando de que lo escuche entre la bulla del coliseo Arena México. Es el árbitro más viejo de la lucha libre mexicana, alguien que lleva cinco décadas golpeando la lona con un gesto que al mismo tiempo consagra al vencedor y condena al derrotado. Vanegas fue su amigo. «Arsacio me decía que con las piedras quería acostumbrar a los guerrilleros al peso de las balas». En la revolución cada uno debería cargar sus municiones. El Kid también les enseñaba a caminar agazapados entre las rocas, a medir su esfuerzo para conservar el mismo ritmo de paso durante un ascenso, y a lanzarse sobre la hierba para fingir que disparaban a un enemigo tan imaginario como sus fusiles hechos de palos de madera.

El maestro del combate cuerpo a cuerpo no era un gigante de la lucha libre. Lourdes Grobet, quien ha invertido décadas fotografiando a luchadores, logró retratar a El Kid. Lo buscó cuando Vanegas andaba por los sesenta años y, ya retirado de los cuadriláteros, se dedicaba al negocio familiar de una imprenta. No era muy fotogénico para el show. Grobet recuerda que El Kid nunca iba a las fiestas de enmascarados a las que asistían leyendas como El Santo o Blue Demon. «Era un tipo culto —me dice ella al teléfono, desde el DF—. Con información de luchas sociales». Ángel Cedeño, su sobrino, recuerda haber visto a su tío releyendo un viejo manual sobre la guerra de guerrillas que compró en su juventud, luego de conocer a Fidel Castro. Se tomaba muy en serio los compromisos. Castro le había encargado el poder de evaluar a los que tenían un físico apto para la revolución y descartar a quienes no daban la talla. Ernesto Guevara fue uno de ellos. Hoy el sobrino de Vanegas lo recuerda así: «Si no digo nada —dijo El Kid al Che luego de su ataque de asma en la colina—, yo seré el culpable de lo que te pase». Según este relato, un olvidado deportista de lucha libre pudo haber borrado de la historia a un memorable revolucionario.

Si deseas leer el artículo completo, adquiere Etiqueta Negra 104

No hay comentarios:

Publicar un comentario