Era un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire
se sentía la humedad de la brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la
casa, situada en el centro de la hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de
color verde oscuro se movían con el viento. De pronto, cuando la luz del sol
empezó a desvanecerse, centenares de aves blancas comenzaron a llegar volando
por el cielo azul, y caminando por la tierra oscura, y una tras otra se fueron
posando sobre las ramas de los árboles como obedeciendo a un designio
desconocido. En cosa de unos minutos, los árboles estaban atestados de aves de
plumas blancas. Por momentos, parecían copos de nieve que habían caído del
cielo de forma inverosímil y repentina en aquel paisaje del trópico. Sentado en
una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves que se
recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la hacienda,
Pablo Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos jamás habían oído
hablar antes de las elecciones de 1982, cuando la aparición de su nombre en las
listas de aspirantes al Congreso por el Partido Liberal desató una dura
controversia en las filas del Nuevo Liberalismo, movimiento dirigido entonces
por Luis Carlos Galán Sarmiento.
—A usted le puede parecer muy
fácil –dijo Pablo Escobar, contemplando las aves posadas en silencio sobre las
ramas de los árboles.
Luego agregó mirando el
paisaje, como si fuera el mismo dios:
—No se imagina lo verraco que
fue subir esos animales todos los días hasta los árboles para que se
acostumbraran a dormir así. Necesité más de cien trabajadores para hacer eso….
Nos demoramos varias semanas.
Pablo Escobar vestía una
camisa deportiva muy fina, pero de fabricación nacional según dijo con orgullo
mostrando la marquilla. Estaba un poco pasado de kilos pero todavía conservaba
su silueta de hombre joven, de pelo negro y manos grandes con las que había
manejado docenas de autos cuando junto con su primo, Gustavo Gaviria, competía
en las carreras del autódromo de Tocancipá y de la plaza Mayorista de Medellín.
—Todo el mundo piensa que uso
camisas de seda extranjera y zapatos italianos pero yo sólo me visto con ropa
colombiana –dijo mostrando la marca de los zapatos.
Se tomó un trago de soda para
la sed porque la tarde seguía muy calurosa y luego agregó:
—Yo no sé que es lo que tiene
la gente conmigo. Esta semana me dijeron que había salido en una revista
gringa… Creo que, si no me equivoco, dizque era la revista People… o Forbes.
Decían que yo era uno de los diez multimillonarios más ricos del mundo. Les
ofrecí a todos mis trabajadores y también a mis amigos 10 millones de pesos por
esa revista y ya han pasado dos semanas y hasta ahora nadie me la ha traído….
La gente habla mucha mierda.
Pablo Escobar hablaba con
seguridad, pero sin arrogancia. La misma seguridad con la que en compañía de su
primo se montó en una motocicleta y se fue a comprar tierras por la carretera
entre Medellín y Puerto Triunfo, cuando aún estaba en construcción la autopista
Medellín-Bogotá. Después de comprar la enorme propiedad, situada entre Doradal
y Puerto Triunfo, casi a orillas del río Magdalena, empezó a plantar en sus
tierras centenares de árboles, construyó decenas de lagos y pobló el valle del
río con miles de conejos comprados en las llanuras de Córdoba y traídos hasta
la hacienda en helicópteros. Los campesinos, aterrados, dejaron durante un
tiempo de venderle tantos conejos porque a un viejo se le ocurrió poner a
correr el rumor de que unos médicos antioqueños habían descubierto que la
sangre de estos animales curaba el cáncer. Escobar mandó a un piloto por el
viejo y lo trajo hasta la hacienda para mostrarle lo que hacía con los
animales: soltarlos para que crecieran en libertad. Ahora había conejos hasta
en Puerto Boyacá, al otro lado del Magdalena.
Igual que con los conejos,
Pablo Escobar consiguió un ejército de trabajadores para plantar palmas y
árboles exóticos por el borde de todas las carreteras de la hacienda. Las
carreteras daban vueltas, e iban y venían de un lugar a otro de forma
caprichosa porque ya Escobar tenía en mente la construcción de un gran
zoológico con animales traídos de todo el mundo.
Él mismo, durante muchos
meses, dirigió la tarea de poblar su tierra con canguros de Australia,
dromedarios del Sahara, elefantes de la India, jirafas e hipopótamos del
África, búfalos de las praderas de Estados Unidos, vacas de las tierras altas
de Escocia y llamas y vicuñas del Perú. Los animales alcanzaron a ser más de
200. Cuando el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) se los decomisaba, por
no tener licencia sanitaria, Escobar enviaba un amigo a los remates. Allí los
compraba de nuevo y los llevaba de regreso a la finca en menos de una semana.
Durante varios años, Pablo
Escobar dirigió personalmente las tareas de domesticar todas las aves,
obligándolas con sus trabajadores a treparse a los árboles por las tardes
cuando caía el sol. Cosas parecidas hizo con los demás animales, tratando de
cambiar la naturaleza y hasta sus hábitos. Por ejemplo, a un canguro le enseñó
a jugar fútbol y mandó a traer desde Miami, en un avión, a un delfín solitario
envuelto en bolsas plásticas llenas de agua y amarrado con sábanas para evitar
que se hiciera daño tratando de soltarse. Luego, lo liberó en un lago de una
hacienda situada entre Nápoles y el Río Claro.
En esa época, Pablo Escobar
era representante a la Cámara y había sido elegido para ese cargo en las listas
del Movimiento de Renovación Liberal que lideraba el senador Alberto Santofimio
Botero, seguidor a su vez del candidato presidencial del Partido Liberal,
Alfonso López Michelsen. La justicia sólo había proferido contra él una vieja
orden de captura que reposaba sin ningún efecto jurídico en un oscuro juzgado
de Itagüí. Por todo esto era fácil obtener una entrevista con él. Escobar se
codeaba de tu a tu con todos los políticos de entonces y hasta había sido
invitado a España por el presidente electo de ese país, Felipe González. En ese
viaje lo acompañaron varios parlamentarios colombianos de los dos partidos. La
policía española recibió informaciones de infiltrados en el mundo de la droga
según las cuales el principal capo del narcotráfico colombiano se hallaba
hospedado en un hotel de Madrid. Por este motivo, fuerzas especiales allanaron
el edificio y detuvieron por un rato a varios asustados congresistas del
Partido Conservador, que se habían acostado temprano. Los senadores, ya
vestidos de pijamas, fueron requisados minuciosamente junto con sus equipajes.
Mientras tanto Pablo Escobar tomaba champaña con varios amigos y periodistas colombianos
en la suite presidencial adonde los había invitado Felipe González.
La entrevista con Pablo
Escobar la ordenó Enrique Santos Calderón, columnista del periódico El Tiempo y
en esa época director de la edición dominical. La conseguí con la ayuda de un
locutor de radio de Medellín que tenía un programa muy popular y que había
empezado a trabajar con Escobar como jefe de prensa. El locutor organizó un
almuerzo en el hotel Amarú, que entonces era propiedad del primo de Escobar,
Gustavo Gaviria.
Durante el almuerzo, Pablo
Escobar dio unas breves declaraciones desmintiendo al candidato del Nuevo
Liberalismo, Luis Carlos Galán, quien lo había expulsado públicamente de las
filas del Nuevo Liberalismo durante una manifestación en el parque de Berrío.
En su discurso, Galán acusó públicamente a Escobar de tener nexos con el
narcotráfico. Todo esto lo refutó Pablo Escobar ante los periodistas. Luego
anunció su candidatura a la Cámara de Representantes por las listas del
Movimiento de Renovación Liberal que dirigía el parlamentario Jairo Ortega
Ramírez, uno de los lugartenientes más respetados de Santofimio en Antioquia y
de López Michelsen en el país. Escobar resultó electo después de una singular
campaña en la que sembró árboles por todos los barrios populares de Medellín y
construyó e iluminó decenas de canchas polideportivas en los barrios pobres.
Además, prometió públicamente a la gente que vivía en los tugurios del basurero
de Moravia construir más de 200 casas para que en el futuro pudieran tener una
vivienda digna. Después del almuerzo, Pablo Escobar me hizo saber a través de
su jefe de prensa, Alfonso Gómez Barrios, que me esperaba en la hacienda
Nápoles, en Puerto Triunfo, durante el próximo fin de semana. Los
guardaespaldas de Escobar me llamaron al día siguiente y me propusieron
encontrarnos en la población de San Luis, a donde yo tenía que viajar para
acompañar al entonces gobernador de Antioquia, Nicanor Restrepo Santamaría, a
la inauguración de la escuela Juan José Hoyos, que lleva ese nombre en memoria
de mi abuelo, un maestro de escuela del oriente de Antioquia.
—¿Cómo hago para encontrarlos
si yo no los conozco? –les pregunté a los guardaespaldas de Escobar.
—Tranquilo que nosotros lo encontramos a usted…
—Tranquilo que nosotros lo encontramos a usted…
Yo, por supuesto, no estaba
tranquilo. Había tenido noticias sobre la amabilidad con que Escobar atendía a
los periodistas, pero también sabía que todos sus empleados temblaban de miedo
cuando él les daba una orden.
Llegué a San Luis poco después
del mediodía del sábado. Mientras el gobernador pronunciaba su discurso
inaugurando la escuela me di cuenta, muy asustado, de que mi hijo Juan
Sebastián, de apenas dos años de edad, había desaparecido. Abandoné el acto y
en uno de los corredores de la escuela encontré a un hombre moreno y de
apariencia dura cargando a mi hijo. El hombre me miró con una sonrisa. Tenía
cara de asesino. Nadie tuvo que explicarme que era uno de los guardaespaldas de
Pablo Escobar. De inmediato fui a buscar a Martha, mi esposa, y le dije que ya
habían llegado por nosotros. En menos de un minuto abordamos mi carro, un
pequeño Fiat 147 que los hombres de Escobar miraron con desprecio. Ellos
subieron a una camioneta Toyota de cuatro puertas, con excepción del hombre con
la cara de asesino. Él nos dijo que quería acompañarnos en mi carro para que no
nos fuéramos a envolatar. Cuando encendí el motor del auto y vi por el espejo
retrovisor la camioneta Toyota con esos tres hombres, todos armados, me di
cuenta de que estaba temblando. El hombre con cara de asesino trató de
serenarme.
—Tranquilo, hermano, que usted
va con gente bien…
En seguida abrió un morral que
llevaba sobre sus piernas y sacó un teléfono satelital… ¡Un teléfono satelital
en esos tiempos en los que en Colombia ni siquiera se conocían los teléfonos
celulares!
—Aló, patrón. Aquí vamos con
el hombre. Todo Ok. Estamos llegando en media hora.
Cuando cruzamos el alto de La
Josefina y empezamos a descender hacia el valle del Río Claro me fui
tranquilizando poco a poco viendo por el espejo retrovisor cómo mi hijo jugaba
con su madre. Sin embargo, para controlar mejor los nervios le propuse al
hombre de la cara de asesino que paráramos en algún lado y nos tomáramos una
copa de aguardiente.
—Hágale usted tranquilo,
hermano, que yo no puedo. Si le huelo a aguardiente al Patrón, me manda a
matar. Nos detuvimos un par de minutos en una fonda junto al Río Claro. Yo bajé
solo del carro y me tomé dos tragos. Martha, Juan Sebastián y el guardaespaldas
me esperaron sin decir ni una palabra. Lo mismo hicieron los guardaespaldas que
venían detrás, en la camioneta Toyota. Llegamos a la hacienda Nápoles cuando ya
iban a ser las cuatro de la tarde. La primera cosa que me impresionó fue la
avioneta que estaba empotrada en un muro de concreto, en lo alto de la entrada.
La gente, que siempre habla, decía que esa era la avioneta del primer kilo de
cocaína que Escobar había logrado meter a los Estados Unidos.
Después me impresionaron los
árboles alineados en perfecto orden a lado y lado de una carretera pavimentada
y sin un solo hueco. Empezamos a ver los hipopótamos, los elefantes, los
canguros y los caballos que corrían libres por el campo verde. Mi hijo le dio
de comer a una jirafa a través de la ventanilla del auto, con la ayuda del
guardaespaldas. A medida que nos adentrábamos en la hacienda íbamos cruzando
puertas custodiadas por guardianes. En cada puerta, el guardaespaldas mostraba
una tarjeta escrita de su puño y letra por el patrón. Con la tarjeta, las
puertas se abrían de inmediato como obedeciendo a un conjuro mágico. Junto a
una de las últimas había un carro viejo montado en un pedestal. Era un Ford o
un Dodge de los años treinta y estaba completamente perforado por las balas.
—¿ De quién es ese carro? –le
pregunté al hombre con cara de asesino.
—Lo compró el Patrón…. Era el carro de Bonnie and Clyde.
—Lo compró el Patrón…. Era el carro de Bonnie and Clyde.
Después de atravesar la última
puerta cruzamos un bosque húmedo lleno de cacatúas negras traídas del África y
otros pájaros exóticos cazados en todos los continentes. Al final estaba la
entrada a la casa principal de la hacienda. Bajé del carro, otra vez asustado,
y alcé a mi hijo en brazos. Martha abrió la maleta del Fiat y bajó el equipaje.
Pensábamos quedarnos dos días de acuerdo con la invitación de Escobar. Lo
primero que encontré caminando hacia la casa fue una ametralladora montada
sobre un trípode. Me dijeron que era un arma antiaérea. Más adelante había un
toro mecánico que un técnico traído desde Bogotá estaba reparando. En la
piscina, dos hombres se bañaban. Uno de ellos era un poco entrado en años. Por
los uniformes y las insignias que habían dejado al borde de la piscina me di
cuenta de que eran dos coroneles del ejército. En ese momento apareció Pablo
Escobar. Me saludó con una amabilidad fría, pero llena de respeto por mi oficio
y por el periódico para el cual trabajaba. Estaba recién motilado y lucía un
bigote corto. En su cara, en su cuerpo y en su voz aparentaba tener
aproximadamente unos treinta y tres años. Me invitó a sentarme en una de las
sillas que bordeaban la piscina donde los coroneles seguían disfrutando de su
baño. Junto a la mesa donde empezamos a hablar había un traganíquel marca
Wurlitzer, lleno de baladas de Roberto Carlos. La que más le gustaba a Escobar
era “Cama y mesa”. Desde que eran novios, él se la dedicaba a su esposa, María
Victoria Henao. Ella estaba sentada en otra mesa, a dos metros de la nuestra,
acompañada solo por mujeres. Entonces me di cuenta de que todos los hombres y
las mujeres estábamos sentados aparte los unos de los otros. Por los corredores
de la casa, un niño de gafas pedaleaba a toda velocidad en su triciclo. Era
Juan Pablo, el hijo de Escobar. De vez en cuando, una que otra garza blanca
llegaba sin miedo hasta el borde de la piscina a tomar agua con su largo pico.
En la mitad de la piscina había una Venus de mármol. En un estadero cubierto
que podía verse desde la piscina, había 3ó 4 mesas de billar cubiertas con
paños verdes. Varios pavos chillaban junto a la puerta del bar donde un mesero
joven vestido de blanco preparaba los primeros cocteles de la noche.
Desde donde estábamos también
se divisaba un comedor enorme de unos 20 ó 25 puestos. Los pájaros saltaban
sobre la mesa comiéndose las migajas de pan que la gente había dejado sobre los
manteles. Mirando desde la piscina, las únicas partes visibles de la casa eran
el comedor, los corredores y los salones de juego. Aun costado del comedor
había un gran cuarto de refrigeración donde se guardaban las provisiones para
los habitantes de la hacienda. El resto estaba detrás: dos pisos aislados del
área social de la piscina, donde se hallaban las habitaciones. El cuarto de
Escobar, totalmente separado del resto de la casa, estaba en el segundo piso,
en el ala derecha. Los demás cuartos, estaban en el ala izquierda. La casa no
era excesivamente lujosa. Parecía expresamente construida para las necesidades de
Escobar: afuera, alrededor de la piscina, espacios generosos para atender a los
invitados. Adentro, silencio e intimidad para su familia y para la gente que
quisiera recogerse a descansar.
De pronto se hizo el milagro
del que ya hablé: las aves empezaron a subir a los árboles y un resplandor
blanco iluminó la casa y sus alrededores.
El primer tema que tratamos
esa tarde tenía que ver con política y me reveló de inmediato la agudeza de la
mente de Pablo Escobar:
—Ese güevón de Carlos Lehder
la está cagando con el tal Movimiento Latino… Cree que se puede hacer política
con arrogancia.
Mientras hablábamos, Pablo
Escobar no fumaba ni bebía ningún licor. Como yo insistí que la entrevista no
era para hablar de política pasamos a otro tema, el de la hacienda.
—Las haciendas –me corrigió–
porque son como cuatro…
De ellas, por supuesto la niña
mimada era Nápoles. Allí tenía el zoológico, el ganado, los aviones, el
helicóptero y una impresionante colección de carros antiguos que había ido
comprando a lo largo de su vida. Cuando visitamos el garaje donde los guardaba
vi también varios autos deportivos cubiertos con lonas y unas cincuenta o
sesenta motos nuevas.
Aproveché el tema de los autos
para preguntarle por el carro de Bonnie and Clyde.
—Eso es pura mierda que habla
la gente. Ese es un carro viejo que me conseguí en una chatarrería en Medellín.
Otros dicen que era de Al Capone…
—¿Y los tiros?
—Yo mismo se los pegué con una subametralladora.
—¿Y los tiros?
—Yo mismo se los pegué con una subametralladora.
Cuando cayó la noche, Pablo
Escobar me dio un paseo por toda la finca manejando un campero Nissan
descubierto. Me dijo que su lugar preferido era un bosque nativo que él no
había dejado tocar de ningún trabajador. Me contó como había arborizado planta
por planta toda la hacienda. Me mostró unas esculturas enormes, de concreto, en
las que trabajaba un artista amigo. Pensaban hacer dos enormes dinosaurios
cerca de uno de los lagos. Me llevó también al lago de los hipopótamos y me
mostró un letrero lleno de humor negro que él mismo había mandado a pintar. Ya
no recuerdo la frase pero hablaba de la pasividad y de la peligrosidad de estos
animales. También me mostró desde afuera una plaza de toros recién terminada Ya
muy entrada la noche, Pablo Escobar me invitó a conocer un proyecto hotelero que
según él iba a transformar la región de Puerto Triunfo. Era un pequeño pueblo
blanco, de estilo californiano, y estaba situado cerca de la hacienda, junto al
poblado de Doradal. Para abandonar la hacienda, Escobar llamó a uno de sus
guardaespaldas y le pidió que nos acompañara. Volví a sentir miedo: el elegido
había sido el hombre con la cara de asesino.
Llegamos a la aldea de Doradal
cuando iban a ser las nueve de la noche. Nos sentamos en el bar y pedimos una
botella de aguardiente. El guardaespaldas con la cara de asesino miró a su
patrón con asombro. Él nos sirvió el primer trago. En ese momento descubrí que
a unos metros había una mesa en la que dos viejos amigos míos conversaban con
un par de mujeres hermosas. Uno de ellos me descubrió mirándolas y entonces
gritó:
—¿Qué estás haciendo por aquí?
Yo fui a saludarlos. Los dos
vivían en Bogotá y por la alegría que reflejaban en sus caras pensé enseguida
que andaban volados de sus mujeres. Cuando regresé a la mesa, Pablo Escobar me
preguntó quiénes eran mis amigos. Yo le dije:
—Son periodistas.
Él propuso que juntáramos las
mesas. Quería hacer política. Tenía que hablar con los periodistas. Entonces
empezó una de las conversaciones más memorables que yo he tenido en la vida.
Pablo Escobar habló de su proyecto
de erradicar los tugurios del basurero de Moravia, en Medellín, y construir un
barrio sencillo, pero decente, para los tugurianos. Después se enfrascó en un
montón de recuerdos personales: su paso por el Liceo de la Universidad de
Antioquia, donde se robaba las calificaciones de los escritorios de los
profesores para que ninguno de sus amigos perdiera las materias. Habló de su
primer discurso durante una huelga. Fue en el teatro al aire libre de la
Universidad de Antioquia.
El guardaespaldas con la cara
de asesino se animó a recordar la misma época, cuando los dos eran estudiantes
revolucionarios, antiimperialistas, antigobiernistas, etc, etc… Más adelante
Pablo Escobar volvió a hablar de política. Dijo que estaba tratando de
conformar un movimiento popular y ecológico que iba a cambiar la forma de hacer
las campañas electorales en Antioquia y en el país. Cuando la botella iba por
la mitad yo me atreví a poner sobre el tapete el tema vedado: el asunto de las
drogas. Pablo Escobar ni siquiera se inmutó y empezó a contarnos en forma
animada cómo hacía su gente para contrabandear cocaína hacia los Estados Unidos
de América.
En esa parte de la
conversación donde, por supuesto, no hubo grabadoras ni libretas de apuntes,
Pablo Escobar se puso a dibujar sobre un papel el radio de acción del radar de
un avión Awac de los que empleaba la DEA para detectar los vuelos ilegales que
entraban a la Florida procedentes de Colombia.
—Las rutas de esos aviones
–dijo, refiriéndose a los Awac– también tienen precio… Ya hemos comprado
varias. Pero lo mejor es entrar a la Florida un domingo o un día de fiesta,
cuando el cielo está repleto de aviones. Así no lo puede detectar a uno ni el
hijueputa…
El tema de la conversación nos
emocionó a todos. Entonces le dije a Pablo Escobar que yo quería escribir esa
historia y también escribir la historia de cómo había empezado el problema del
narcotráfico en Colombia.
—Pero hay que escribirla como
hacen los periodistas gringos, contando las cosas con pelos y señales –dijo él
con tono enérgico–, porque si usted la va a contar como la cuentan los
periodistas colombianos, no vale la pena. Aquí los periodistas no son sino
lagartos y lambones. Lo que hace que estoy en el Congreso, los redactores
políticos no se me arriman sino a preguntarme pendejadas con una grabadora en
la mano y a pedirme plata… Yo insistí en el tema. Le dije que quería escribir
un libro como “Honrarás a tu Padre”, de Gay Talese, un bello reportaje sobre
una familia de la mafia italiana en Estados Unidos. Insistí en que quería contar
cómo había empezado la historia de la mafia en Medellín.
—Entonces vas a tener que contar la historia de Ramón Cachaco y de todos esos asaltantes de bancos de los años sesenta. Ellos fueron los primeros pistoleros. Muchos de ellos trabajaron para don Alfredo Gómez López, el hombre del Marlboro. A don Alfredo también tenés que entrevistarlo antes de que se te muera. Él vive ahora en Cartagena. Yo te doy una carta de recomendación para él. La mujer de Ramón Cachaco todavía vive en Medellín. Pero para hablar de Ramón Cachaco hay que contar que asaltaba bancos él solo, a punta de pistola, y que siempre usaba vestidos de paño verde y zapatos blancos, y que le gustaba montar en carros Ford y Chrysler de rines cromados.
—Entonces vas a tener que contar la historia de Ramón Cachaco y de todos esos asaltantes de bancos de los años sesenta. Ellos fueron los primeros pistoleros. Muchos de ellos trabajaron para don Alfredo Gómez López, el hombre del Marlboro. A don Alfredo también tenés que entrevistarlo antes de que se te muera. Él vive ahora en Cartagena. Yo te doy una carta de recomendación para él. La mujer de Ramón Cachaco todavía vive en Medellín. Pero para hablar de Ramón Cachaco hay que contar que asaltaba bancos él solo, a punta de pistola, y que siempre usaba vestidos de paño verde y zapatos blancos, y que le gustaba montar en carros Ford y Chrysler de rines cromados.
Cuando evocó al bandido,
Escobar recordó un asalto en el que se escapó de la policía armando un
bochinche espectacular, tirando billetes a diestra y siniestra por las calles.
A partir de ese momento la conversación se volvió mucho más abierta y más
animada y en la medida en que Pablo Escobar veía que no estábamos tomando
notas, se sentía cada vez más tranquilo. Por eso contó muchas cosas más que
todavía no se pueden publicar en ningún periódico. Mientras tanto, el
guardaespaldas con la cara de asesino daba cuenta de la botella de alcohol. Nosotros
lo secundábamos a un ritmo un poco más lento. A las dos de la mañana ya todos
estábamos borrachos y entusiasmados, pero el más borracho de todos era el
guardaespaldas, que se había dormido encima de una mesa. Pablo Escobar y yo lo
cogimos de los brazos y lo montamos al carro. Afortunadamente, el hombre era
delgado.
Escobar encendió el campero y
el tipo se derrumbó sobre la banca de atrás. Cuando íbamos por el camino, Pablo
Escobar dijo algo que me dejó helado:
—Escribí el libro. Salite del
periódico. Yo te doy una beca.
Llegamos a la hacienda Nápoles
casi a las tres de la madrugada. La casa estaba en silencio. Había ranas por
todos los rincones. Juan Sebastián, mi hijo, todavía estaba levantado y trataba
de capturar una viva. Casi no logro convencerlo de que se fuera a dormir.
Escobar y yo llevamos al guardaespaldas hasta la cama. Antes de cerrar la
puerta le quité los zapatos.
Al día siguiente, muy
temprano, la casa volvió a animarse. En el aeropuerto de la hacienda se oían
aterrizar y despegar los aviones. Por los preparativos en la cocina parecía que
los invitados de ese día eran muchos y muy importantes. Yo me senté junto a la
piscina y me puse a mirar cómo el técnico traído de Bogotá acababa de reparar
el toro mecánico. Sabía por la esposa de Pablo Escobar que él no se iba a
levantar antes de la una o las dos de la tarde.
—Él siempre se acuesta tarde y
se levanta tarde.
El primero que llegó a Nápoles
ese día fue el senador Alberto Santofimio Botero. Media hora después llegaron
en su orden los congresistas Ernesto Lucena Quevedo, Jorge Tadeo Lozano y Jairo
Ortega Ramírez. A ninguno de los otros los reconocí, pero había visto sus fotos
en la prensa. Todos se sentaron a tomar whisky bajo unos parasoles en los
alrededores de la piscina.
Pablo Escobar no salió a
recibirlos sino hasta las dos de la tarde. Cuando se acercó a la mesa donde los
congresistas conversaban y bebían en forma animada, todos sin excepción se
levantaron como si fuera el 20 de julio y el presidente de la República acabara
de hacer su entrada al Salón Elíptico del Capitolio Nacional.
Una hora después, una caravana
de carros partía de Nápoles hacia una de las fincas de Escobar situada cerca
del Río Claro. La casa era una cabaña de troncos construida alrededor de un
lago donde el delfín que él había mandado traer desde Miami lloraba y daba
vueltas asomándose de vez en cuando a mirar la concurrencia que lo observaba
como si fuera un animal del otro mundo.
Después de una corta visita a
la finca del delfín, la caravana de carros se dirigió hacia otra finca situada
sobre la margen izquierda del Río Claro. Era otra cabaña de madera escondida en
medio de un bosque tupido. Los trabajadores de Pablo Escobar iban y venían por
la casa y sus alrededores preparando un fogón donde se iba a asar media res
para todos los invitados. De pronto, uno de los guardaespaldas de Escobar bajó
por el río manejando un extraño bote que parecía un caballo de agua dulce. El
aparato tenía casco de acero y estaba impulsado por una hélice de avión Twin
Otter instalada en la cola. El aire que desplazaba la hélice impulsaba el bote
por el agua, por los pantanos, por la tierra, como si no existiera para él
ningún obstáculo que lograra detenerlo.
—Esto es para atravesar los
Everglades y todos esos otros putos pantanos de la Florida –me dijo en voz baja
uno de los trabajadores de Escobar cuando notó mi curiosidad por el aparato.
Pablo Escobar ordenó que el
bote se arrimara a la orilla y se montó en él como un jinete avezado. Uno de
sus hombres le cubrió las orejas con unos tapones de corcho para que el ruido
del motor de la hélice no lo ensordeciera. Los congresistas fueron invitados a
abordar e aparato. Ellos lo hicieron en orden: primero Santofimio, después
Lucena y por último Jairo Ortega. Tadeo Lozano se quedó en la orilla. Apenas me
vio observándolos desde la orilla, Escobar me hizo señas con la mano para que
les tomara una foto. Yo disparé mi cámara, entre sumiso y regocijado. Los
congresistas se asustaron cuando vieron la cámara.
Pablo Escobar les dio un paseo
por el río. Cuando regresaron, llamó aparte a Alberto Santofimio Botero y le
dijo:
—Venga, doctor, le presento a
un amigo. Él es periodista de El Tiempo. Santofimio me dio la mano a
regañadientes, tragando saliva y sin mirarme a la cara.
—¿Y usted qué está haciendo por aquí hombre? –me preguntó con un gesto de disgusto.
—¿Y usted qué está haciendo por aquí hombre? –me preguntó con un gesto de disgusto.
Yo le contesté:
—Lo mismo que usted, doctor…
A renglón seguido Pablo
Escobar tomó en sus brazos a mi hijo Juan Sebastián e insistió en que les
tomara una foto. El asado terminó poco después de las cinco de la tarde. Me
despedí de Escobar y de su guardaespaldas con cara de asesino y regresé
directamente a Medellín sin volver a la hacienda Nápoles, donde los aviones
iban a recoger a los congresistas y al resto de los invitados.
Al día siguiente fui a la
oficina del periódico y llamé por teléfono a Enrique Santos
Calderón.
—¿Como le fue? –me preguntó.
—Muy bien –le contesté entusiasmado.
—Muy bien –le contesté entusiasmado.
En forma breve le conté
algunos episodios de la historia. El se rió cuando escuchó ciertos pasajes.
Después me dijo:
—Yo creo que podríamos
publicar el reportaje el próximo domingo.
Esa misma tarde la revista
Semana empezó a circular con un reportaje sobre Pablo Escobar titulado “Un
Robin Hood paisa”. La nota era producto de la ofensiva de relaciones públicas
que habían comenzado a desplegar los hombres de Escobar y destacaba las
cualidades humanas y filantrópicas del nuevo congresista antioqueño elegido en
las listas del Movimiento de Renovación Liberal. El escritor del texto decía
poco más o poco menos, que los pobres de Medellín por fin habían encontrado su
redentor.
Al día siguiente toda la
prensa del país se vino en contra de Semana. Un día después, en su editorial,
Hernando Santos, en el periódico El Tiempo, recriminó a Semana en términos muy
duros y dijo que reportajes como ese sólo contribuían a glorificar a los capos
del narcotráfico.
Al mediodía recibí una llamada
urgente de Enrique Santos Calderón.
—Olvídate del reportaje con
Pablo Escobar….. ¡Y te pido por favor que jamás le vayas a mencionar este
asunto a mi papá!
Mi reportaje nunca fue
publicado y quedó convertido en unas cuantas notas apuntadas en una libreta que
luego perdí. Las fotos de los congresistas quedaron muy bien. Yo las guardé
celosamente durante varios años. Mientras tanto en el país las cosas de la
política se volvieron cada vez más sórdidas debido al dinero que entraba a
montones a las arcas de los partidos por cuenta de los traficantes de drogas.
Durante el gobierno de Belisario Betancur, la situación se tornó más tensa
cuando el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla decidió enfrentarse
públicamente con Escobar, luego de ser acusado de recibir dinero de la mafia.
Un tiempo después, Lara Bonilla fue asesinado y un juez de la República dictó
auto de detención contra Pablo Escobar y otros capos del narcotráfico por su
posible participación en el asesinato del ministro.
Desde entonces, Escobar
desapareció de la vida pública. Aunque lo intenté varias veces, con la idea de
que me contara unas cuantas historias más, no pude volver a verlo. Luego
vinieron la pelea con el cartel de Cali, las bombas, los asesinatos de policías
y toda esa larga historia de terror que rodeó a Escobar por el resto de su
vida, hasta el día en que fue acribillado a balazos por un comando del Cuerpo
Élite de la Policía Nacional, el 2 de diciembre de 1993, un día después de su
cumpleaños.
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