El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke, portero de
la selección alemana de fútbol, hizo su última salida al campo. Le dijo a su
esposa que iba a entrenar, subió a su Mercedes 4×4 y se dirigió a un pequeño
poblado cuyo nombre quizá le pareció significativo: Himmelreich, Reino del
Cielo. Cerca de allí hay un descampado por el que corren las vías del tren. El
guardameta dejó su cartera y sus llaves en el asiento del vehículo y no se
molestó en cerrar la puerta. Caminó a la intemperie, como tantas veces lo había
hecho para defender el arco del CZ Jena, el Borussia Mönchengladbach, el
Benfica, el Barcelona, el Fenerbahçe, el Tenerife o el Hannover 96.
A doscientos metros de ahí, como a unas dos canchas
de distancia, estaba enterrada su hija Lara, muerta a los dos años.
Un portero ejemplar, Albert Camus, dejó los
terregales de Argelia para dedicarse a la literatura. Acostumbrado a ser
fusilado en los penaltis, escribió un encendido ensayo contra la pena de
muerte. Su primer aprendizaje moral ocurrió jugando al fútbol. Años después,
escribiría: «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio».
Morir a plazos es la especialidad de los porteros. Sin embargo, muy pocos pasan
de la muerte simbólica que representa un gol a la aniquilación de la propia vida.
Enke fue más lejos que la mayoría de sus colegas. Su muerte, de por sí
dolorosa, llegó con un enigma adicional: estaba en plenitud de su carrera y
podía defender la portería de su país en el Mundial de Sudáfrica.
El número 1 de Alemania suele ejercer un inflexible
liderazgo. Sepp Maier, Harald Schumacher, Oliver Kahn y Jens Lehmann se han
ubicado entre los tres palos con seguridad de decanos de la custodia. Los
porteros alemanes envejecen como si la jubilación no existiera y los años
brindaran energías. A los treinta y dos años, Enke pasaba por un buen momento
deportivo. Sin embargo, carecía de la condición esencial de los grandes
porteros alemanes. Era un hombre de la retaguardia, que rehuía la publicidad,
hablaba muy poco de sí mismo y atesoraba secretos que casi nadie conocía.
Tal vez la posibilidad de éxito contribuyó a su
tensión nerviosa. El puesto definitivo parecía al alcance y comportaba nuevos
retos. En la extraña ruleta interior a la que se sometía Enke, un fracaso
habría sido preferible. Odiaba la presión, pero desde los ocho años, cuando
entró a las fuerzas inferiores del CZ Jena, sólo pensaba en atajar balones.
Casi siempre, los niños desean ser goleadores. Corresponde a los gordos, los
muy altos, los lentos o los raros resignarse al puesto que obliga a tirarse y
maltratar la ropa en el patio del colegio. El número 1 es el último en un
equipo. El recurso final.
Sólo en sitios que valoran mucho la resistencia se
convierte en favorito. En Alemania, incluso la academia ha tenido que ver con
las heridas. Max Weber ostentaba con orgullo la cicatriz que le había dejado un
duelo con un miembro de una fraternidad estudiantil enemiga. El niño que opta
por ser guardameta tiene las rodillas raspadas y se ensucia con el lodo del
sacrificio. En el país donde Sepp Maier fabricaba guantes blancos para
enfrentar un destino oscuro, Enke quiso ser portero.
El fútbol profesional puede invadir un organismo en
forma absoluta. Para los que crecen en ese entorno, la realidad es lo que se
recorre en autobús entre un partido y otro. En su mente no hay otra cosa que
pasto, balones, lances fugitivos. Se concede poca importancia a algo decisivo:
la forma en que un sujeto se vacía de todo lo demás para convertirse en
futbolista integral. La paradoja es que los jugadores más completos son los que
conservan otras aficiones, ya sean los tallarines que preparan sus mamás, los
números privados de las top models o el gusto por el rock o la samba.
Enke era un fundamentalista del fútbol, un puritano
que no pensaba en nada más y prefería vestirse de negro, como los porteros de
antes, que cada domingo emulaban a los sacerdotes. Defender el destino de
Alemania en el Mundial de 2010 podía llevarlo a la gloria. Sin esa oportunidad
decisiva, Enke habría estado más sereno.
Sus verdaderos problemas profesionales habían
ocurrido tiempo atrás. Debutó con el CZ Jena en 1995, donde sólo estuvo una
temporada. Después de varios años de regularidad con el Borussia
Mönchengladbach, dio el anhelado salto a un club grande de Europa, el Benfica
de Portugal. Aunque cautivó a la afición, llegó en una época turbulenta; tuvo
tres entrenadores en un año y decidió aceptar un puesto más tentador, sin saber
que sería el peor de su vida: «Ninguna posición en el fútbol es tan exigente
como la de portero del Barcelona», diría después. En la sufrida era del
tiránico Louis van Gaal, Enke fue el frágil defensor de la portería
barcelonista. Aún se le culpa de la eliminación ante una escuadra de tercera
división en un partido de la Copa del Rey.
Barcelona consagra o aniquila. Fue ahí donde
Maradona se entregó a la cocaína; fue ahí donde Ronaldinho triunfó y quiso
superar las presiones del éxito con la variante brasileña del psicoanálisis:
las discotecas. Fue ahí donde Enke padeció sus más severas depresiones. Con
resignación, el emigrado alemán aceptó defender la puerta del Fenerbahçe, en
Turquía, y de ahí pasó a una discreta isla europea: fue guardameta del
Tenerife, en segunda división. Cuando el borrador de su biografía trazaba un
fracaso, recibió la oportunidad de regresar a Alemania con el Hannover 96. La
experiencia es la gran aliada de los porteros y Robert Enke demostró que
merecía un segundo acto. La revista Kicker lo nombró mejor guardameta de
Alemania. Ciertos jugadores sólo se enteran de que no están hechos para salir
de su país cuando una cancha extranjera se mueve bajo sus pies. Enke necesitaba
el suelo de Alemania. De vuelta en su ambiente, recuperó la regularidad y los
ánimos.
Entonces, la vida privada le presentó severos
desafíos: su hija de dos años, Lara, murió a causa de una deficiencia cardíaca.
Su mujer y él adoptaron a otra niña, Leila. La seguridad del portero había
aumentado, pero su paranoia encontró otra salida: temía que se conociera su
estado depresivo y le quitaran la custodia de su hija. Obviamente se trataba de
una fantasía autodestructiva.
El pecado de estar triste
Con frecuencia, el número 1 había sufrido
depresiones. No le faltaba apoyo. Su mujer se había convertido en una mezcla de
enfermera y orientadora sentimental, y su padre, Dirk Enke, es psicoterapeuta.
El Dr. Enke trató de rebajar la importancia que su hijo concedía al fútbol.
Continuamente le enviaba mensajes de texto para preguntarle por su estado y le
repetía que el bienestar personal es más importante que el triunfo deportivo.
Pero ya era tarde para una pedagogía paterna. La auténtica educación de Robert
Enke había ocurrido en las canchas. El fútbol de alto rendimiento está sometido
a una exigencia extrema. En ese entorno, cuando alguien se siente mal, se
informa que no podrá jugar porque lo atacó un «virus». No se habla de asuntos
personales: sólo los débiles los padecen.
Es posible que Alemania haya inventado la Aspirina
como una paradoja para recordar que nada es tan importante como soportar el
dolor. En el Colegio Alemán, uno de mis maestros iba al dentista y se hacía
atender sin anestesia. Nos lo contaba como si se tratara de un triunfo ético.
A siete partidos de su retiro, Harald Schumacher,
ex guardameta de la selección alemana, un hombre con pinta de mosquetero que
adquirió triste celebridad por despojar de varios dientes al francés Battiston
en el Mundial de España, dio una entrevista a André Müller para el semanario
Die Zeit. El resultado fue una confesión digna de un monólogo teatral. Para
entonces, el portero jugaba en Turquía y había sido expulsado de la selección
por sus declaraciones sobre la corrupción y el uso de drogas en la Bundesliga.
En su último lamento como cancerbero, dijo: «La gente cree que soy frío porque
soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en
el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería
demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol.
Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un
genio como Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando
deje de sentir dolor, estaré muerto». El área chica de Alemania es un
purgatorio al aire libre.
En 1897, Émile Durkheim publicó su monumental
investigación sociológica El suicidio. Una de sus aportaciones fue vincular la
tendencia de ciertas personas a quitarse la vida con la anomia que padece la
sociedad entera. El malestar colectivo influye en forma difusa pero decisiva en
la reiteración de tragedias individuales. En otras palabras: las causas del
suicidio siempre son particulares, pero al final del año se cumple una cuota
fijada por la sociedad. ¿Qué país tiene más tendencia al suicidio? «De todos
los pueblos germánicos, sólo hay uno que esté de una manera general fuertemente
inclinado al suicidio: los alemanes», responde Durkheim.
Sería simplista pensar en Enke como parte de una
tendencia nacional, pero sin duda vivió en un entorno de severa exigencia donde
las excusas no podían tener lugar. No cumplió con un código de honor samurái,
que pudiera ser celebrado por los suyos. En la ceremonia luctuosa que tuvo
lugar en el estadio del Hannover 96, el sufrimiento embargó a todo el fútbol
alemán y acaso se convirtió en estímulo para futuros triunfos. Convertir el
calvario en éxito ha sido una especialidad alemana en los mundiales.
Portento de la entrega y la disciplina, la nación
que ha conquistado tres veces la Copa del Mundo y ha sido cuatro veces
subcampeona suele estar integrada por neuróticos que no se hablan en el
vestuario pero son aliados inquebrantables en el césped. «El portero de la
selección nacional es el símbolo de la fortaleza física», escribió Der Spiegel
a propósito de Enke: «Debe ser impecable. Controlado. Seguro de sí mismo. No
hay empleo más duro en el fútbol, y Enke lo había obtenido». Su círculo más
próximo de amigos y familiares estaba al tanto de la severidad con que se
juzgaba y la fragilidad con que reaccionaba. «No podía gozar nada», ha dicho su
padre, el terapeuta Enke. No hay forma de sanar el alma de un portero. De nada
sirve saber que estás bien: la pifia decisiva puede ocurrir el próximo domingo.
Cuando el último hombre del equipo pierde la
concentración, sella su destino. Moacyr Barbosa fue el primer portero negro de
la selección brasileña y tuvo una carrera admirable, pero todo mundo lo
recordará por su error en la final de Maracaná, en 1950, impidiendo que Brasil
alzara la Copa Jules Rimet. La responsabilidad del portero es absoluta. Hay
rematadores que necesitan diez oportunidades para acertar y salen orgullosos
del campo. El hombre de los guantes no puede distraerse. Su puesto se define
por el error posible. «Quisiera ser una máquina», dice Schumacher. «Me odio
cuando cometo errores. ¿Cómo podría combatir si me importara un carajo el
resultado? Vivimos en una enorme fábrica. Cuando no funcionas, el siguiente te
reemplaza. Supongo que sólo la muerte cura las depresiones». Estas
declaraciones de Schumacher prefiguran el exigente destino que uno de sus
sucesores tendría casi veinte años después.
El portero es el jugador que tiene más tiempo para
reflexionar. No es casual que se trate de alguien muy preocupado. Algunos
guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones (escupen en la
línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de
rodillas, usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con
ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la preocupación con
altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero es raro que no
tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en dramaturgia: «A
veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los
otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta
arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con
odio». Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos emociones
negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas por la
furia.
Cada posición futbolística determina una
psicología. El portero es el hombre amenazado. En ningún otro oficio la
paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la
desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra. La gran
paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su
ensayo Una vida entre tres palos y tres líneas, escribe Andoni Zubizarreta:
«Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero, contesto sin
dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El equipo
debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está
que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta:
«El portero no puede ser de carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el
guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se
calcina para impedir daños mayores.
Peter Handke narró una trama existencial con un título que alude al hombre fusilado: El miedo del portero al penalty. La novela no trata de fútbol sino de los predicamentos sufridos por alguien que lo practicó. La situación límite del portero es el penalti. En ese sentido, el título de Handke es exacto; sin embargo, la verdadera angustia del último hombre no viene de ahí. El disparo a once metros es un ajusticiamiento con exiguas opciones de supervivencia. Si el arquero impide el gol, se trata de un milagro. Schumacher comenta al respecto: «Ante un penal sólo puedo ganar. Es el tirador quien tiene miedo. Porque cada penalti es un gol al cien por ciento. Matemáticamente, el portero no tiene chance. Si el balón entra, no tengo nada que reprocharme. Si lo atrapo, soy el rey».
Algunos custodios han sido maravillosamente
irresponsables, bufones capaces de convertir el peligro en un placer extraño.
El argentino Hugo Orlando Gatti y el colombiano René Higuita transformaron su
imprudencia en diversión. A ambos les gustaba salir del área y enfrentar
oponentes en un solitario mano a mano. Gatti nunca era tan feliz como cuando
hacía «el Cristo» ante un delantero que trataba de sortearlo. Higuita se
atrevió a despejar un tiro en la línea de gol usando sus pies como el aguijón
de un alacrán. Esta cabriola de fantasía no ocurrió en un entrenamiento sino en
el estadio de Wembley, santuario del balompié.
Los porteros alemanes no son de ese tipo. Se trata
de hombres que sólo dejan de ser excéntricos cuando de plano están locos, pero
analizan la cancha como la Crítica de la razón pura. Esto no los lleva a la
sobriedad sino al sacrificio. El romanticismo alemán tiene que ver menos con
declarar amor que con beber arsénico por amor. Otra vez Schumacher: «Cuando me
arrojo a los pies del contrario, no pienso que pueda sacarme un ojo de una
patada. He jugado con los dedos rotos, con el tabique roto, con las costillas
rotas, con los riñones deshechos. Tengo desgarrados los ligamentos. Me
extirparon los meniscos. Tengo una artrosis terrible. Me acuesto con dolores y
me levanto con dolores». ¿Se trata de una queja? Por supuesto que no. Con la
misma felicidad con que Heinrich von Kleist compartió el pacto suicida con su
amada y se voló la tapa de los sesos después de dispararle a ella en el
corazón, Schumacher explica que todo eso ha valido la pena: «Para llegar a la
cima hay que ser fanático. Tal vez la tortura me sirva de distracción. Para no
preocuparme voy al gimnasio y le pego a un costal de arena hasta que me sangran
las manos».
Robert Enke tenía una extraña sed de serenidad. No
quería asumir la postura de artista del dolor del inimitable Schumacher. Pero,
como su padre señala con agudeza, «no fue suficientemente fuerte para aceptar
sus debilidades». Prefirió ocultarse, negar su sufrimiento, como un alumno del
colegio que teme ser castigado.
Los ángeles caídos se levantan
En sus años de Cambridge, Vladimir Nabokov destacó
como portero. Además de los placeres de detener balones, disfrutaba el
prestigio donjuanesco que entre los latinos y los eslavos tiene el puesto de
guardameta. En ciertos países, el número 1 representa la estética en el césped
y liga más que los centrodelanteros.
Lev Yashin, la Araña Negra, fue perfecto emblema
del portero ruso: elegante, de una seguridad casi mística, insondable, de
policía secreto o pope de la Iglesia Ortodoxa. Sus equivalentes latinos podrían
ser Dino Zoff o Gianluigi Buffon, atletas poco afectos a moverse, que practican
una eficaz vigilancia de capos de mafia, supervisando el trabajo duro de los
demás y limitándose a proteger la rendija esencial. Al arquetipo latino también
pertenece el portero que se ve de maravilla cuando le anotan. El portugués
Vítor Baía perfeccionó el arte de la caída carismática.
El portero alemán es un comandante en jefe de la
defensa. «Grito sin parar», dijo Schumacher: «El grito es mi manera de estar al
cien por ciento en el partido. Debo mantenerme en tensión. En un principio me
programaba; pensaba: “tengo que gritar, tengo que hacer algo para no dormirme”.
Ahora lo llevo en la sangre. Te puedes entrenar para esto como te entrenas para
un disparo difícil». El controlado Sepp Maier solía bajar la vista a sus manos
durante las charlas en el vestidor, como si quisiera perfeccionar los guantes
que vendía en el mundo entero. Pero en los raros momentos en que alzaba la
vista, era el único capaz de oponerse al líder de opinión, Franz Beckenbauer.
La tendencia al alejamiento de los guardametas convirtió a Jens Lehmann en un
ermitaño. El portero del Bayern Múnich vive en una aldea y todos los días viaja
en helicóptero para entrenar. Es más fácil que se lesione con una turbulencia
que con una patada. Oliver Kahn sólo hablaba para elogiarse y sólo usaba los
oídos para escuchar rock ultrapesado. Toni Schumacher fue el «héroe de la
retirada», como llama Hans Magnus Enzensberger a los líderes que claudican y
desmontan todo lo que han hecho: en su libro Anpfiff (Silbatazo inicial),
Schumacher denunció suficientes lacras del fútbol para ser expulsado de la
selección.
No hay gente común en la puerta de Alemania. Sin
embargo, esos célebres hombres raros comparten un credo: no pueden fallar. Han
sido entrenados para una resistencia que no conoce los pretextos. «Si me
atendiera en una clínica psiquiátrica, tendría que abandonar el fútbol», dijo
Enke unos días antes de morir. La tristeza no puede decir su nombre en un
estadio.
En Cultura y melancolía, Roger Bartra explica que
durante siglos la melancolía fue vista como una dolencia judía, «un mal de
frontera, de pueblos desplazados, de migrantes, asociada a la vida frágil, de
gente que ha sufrido conversiones forzadas y ha enfrentado la amenaza de
grandes reformas y mutaciones de los principios religiosos y morales que los
orientaban». En términos futbolísticos, el portero es el hombre fronterizo,
condenado a una situación limítrofe, el que no debe abandonar su área, el raro
que usa las manos. Si el dios del fútbol es el balón, el arquero es el apóstata
que busca detenerlo.
El cuadro más célebre del arte alemán es el retrato
secreto de un portero derrotado. En Melancolía I, Durero dibuja a un ángel en
la actitud de meditar bajo el nefasto influjo de Saturno. Después de un gol,
todo portero es el ángel de la melancolía. Sentado en el césped, con las manos
sobre las rodillas o la cabeza apoyada en un puño, el cancerbero vencido
simboliza el fin de los tiempos, la sinrazón, la pura nada.
La última jugada
¿Qué hacen los alemanes ante la depresión? «Las
mujeres buscan ayuda, los hombres mueren», responde el Dr. Georg Fiedler, quien
dirige el Centro de Terapia para Tendencias Suicidas de la Clínica
Universitaria de Eppendorf, en Hamburgo. Para él, Enke pertenece a una clara
tendencia social. Aunque el diagnóstico de depresión es dos veces más alto en
las mujeres, la tasa de suicidios es tres veces más alta en los hombres.
La prueba más ardua que padeció Enke fue la muerte
de su hija Lara. Él dormía a su lado en el hospital. Después de un
entrenamiento estaba tan agotado que no se despertó cuando las enfermeras
luchaban por mantener a su hija con vida. Enke no se perdonó que ella muriera
mientras él dormía. Aunque no podía hacer nada, el guardameta había nacido para
la responsabilidad y la culpa.
Seis días más tarde, defendió la portería de su
equipo. «Alemania admiró a este Robert Enke», escribió Der Spiegel: «Admiró la
calma. La claridad de todo lo que decía, y más aún de lo que hacía. Era
infalible». La obligación de actuar sin faltas fue el castigo y la pasión del
extraño Enke. No podía dejar aquello que lo tiranizaba. Sin duda, esto tiene
que ver con una disciplina que privilegia la obtención de resultados sobre el
placer de obtenerlos, y que es incapaz de ofrecer una formación integral, más
allá de los deberes en la cancha.
El mundo del fútbol parece ser demasiado importante
y poderoso como para que los destinos individuales cuenten. El joven Werther se
mató por una decepción amorosa del mismo modo en que el poeta Kleist se mató
por el cumplimiento de su amor. Enke ofreció otra muerte ejemplar en la
atribulada Alemania. Si todo portero es un suicida tímido, que enfrenta la
metralla lanzándose al aire, él dio un paso más.
El 10 de noviembre de 2009, Robert Enke caminó por
la hierba crecida, bajo un cielo encapotado. En su tipología del suicidio,
Durkheim no incluyó a los que se lanzan bajo las vías del tren. Ese acabamiento
se reserva a Ana Karenina y al portero de Alemania. A las seis de la tarde con
diecisiete minutos, el exprés 4427, que hacía la ruta Hannover-Bremen, pasó con
acostumbrada puntualidad. El torturado Enke se lanzó ante la locomotora con la
certeza de quien, por vez primera, no tiene nada que detener.
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